lunes

Sobre el pucho

Fumo. Y cuando lo hago, de verdad soy una suerte de chimenea. Más ansiedad, más fumo. Uno después de follar, otro después de comer y tomarme un café. Y luego otro conversando o caminando en la calle cantando con los audífonos a todo chancho en las orejas y desentonando a Pearl Jam (sorry, Eddie, no es mi intención ser un sacrílego al cantar Corduroy desafinado por la calle o entre dientes para que nadie me oiga). Y fumo. Vuelvo a fumar. Me hago humo y ceniza y el sabor de la nicotina amarga y el café amargo y los recuerdos amargos se hacen humo conmigo. Fumo. Fumo y lo hago como si estuviera ante los fusileros, como si fuera el de Nahueltoro (aunque viva cerca y si así fuera, sería chacal) embrutecido y vuelvo a la vida culta por la lectura del ABC y el saber sumar y restar -bendita civilización a tan pobre alma-.
Y asi, voy fumando. Haciéndome ceniza.