lunes

Sobre el oficio de escribir (o de la constipación de la escritura)

("Writing", dibujo de Guy Ottewell)



Es de noche. La mochila es más pesada que de costumbre, como si la noche se hubiera descargado sobre mí. Está oscuro, silencioso.
Nadie espera por mí.
Prendo la luz y doy curso al ritual: bolso colgado, zapatos sin pies, hervir el agua, el tazón, el café, el cenicero y un cigarrillo.
El cansancio se detiene un momento mientras revuelvo el café por enésima vez y aspiro mi cigarrillo. Camino por la casa, entre mis cosas, papeles, cuadros, muebles.
Un mar de desorden en un orden que sólo yo conozco.
Me preparo para la mañana, alargando mis movimientos, sintiendo todo el cuerpo lacio, derretido, aletargado. Termino y me empiezo a desnudar para ir a la cama.
Pienso en que, cuando cada botón que se desabrocha; cada manga que cuelga: cada calcetín que arranco, me deshago de un envase. Así quedo de pié, en calzoncillos, frente a la cama, con otro cigarrillo prendido en la boca.
Fumo sobre la cama e intento escribir fallidamente un par de líneas sobre el papel. La noche tiene un calor suave y pesado. Y trato de refrescarme doblando las sábanas hasta mis rodillas, pensando que la mañana me va a atrapar de nuevo insomne.
Miro el cigarrillo y veo como se consume. No sé por qué, pero así mismo se consume mí tiempo. La verdad, no me preocupa. Sólo me preocupa que un doctor me diga "o lo dejas o te mueres" lo que, francamente, sería fatal. Ahora que lo pienso, no me preocupa morir consumido. Tengo otras cosas de qué preocuparme.
Como las líneas que trato de escribir ahora.
Escribir sin parar, ansiosamente, todo.
Siento algo apretándome el pecho, como si me cargaran los hombros o caminara con zapatos de plomo.
Es raro. Ha pasado tanto tiempo, y no he llegado a aclarar ni un poco qué es y ni cómo me debo enfrentar a ello. Mientras bebía mi café y fumaba, me he confesado conmigo mismo en la soledad de mi cama.
He sentido el abrazo invisible de la absolución y ya no tengo miedo: ni a la reconsideración, al silencio sólido.
Sólo me importa tener un momento, aunque fuera un segundo.

viernes

10 de Diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos

(hacer click en la foto para agrandar)



Por el respeto a los derechos humanos de todos y todas...


Nínive (o cómo la memoria hace que escribas)

Los escucho. Un discurso para una galería atenta a escuchar el dolor emanante del pecho. Pero, siento que el discurso es vacío. Se vocifera, se grita, pero no hay una necesidad de una contestación, una respuesta. Está gritando de la corniza que se quiere tirar del décimo piso y que no hay nada para detenerlo y en el mero fondo quiere un abrazo cálido y un cariño de la mamá. "¡Arrepentíos, incrédulos! ¡Arrepentíos, que el mundo está al borde del precipicio!" se escucha por las calles atiborradas de gente y la gente se hace la sorda y el suicida sigue cacareando como si saludara al sol y le hirviera la sangre porque la suya salpicara al resto y los marcara, los hiciera culpables de que tenga el alma partida, los bolsillos vacios, la vida desecha.

lunes

Sobre el pucho

Fumo. Y cuando lo hago, de verdad soy una suerte de chimenea. Más ansiedad, más fumo. Uno después de follar, otro después de comer y tomarme un café. Y luego otro conversando o caminando en la calle cantando con los audífonos a todo chancho en las orejas y desentonando a Pearl Jam (sorry, Eddie, no es mi intención ser un sacrílego al cantar Corduroy desafinado por la calle o entre dientes para que nadie me oiga). Y fumo. Vuelvo a fumar. Me hago humo y ceniza y el sabor de la nicotina amarga y el café amargo y los recuerdos amargos se hacen humo conmigo. Fumo. Fumo y lo hago como si estuviera ante los fusileros, como si fuera el de Nahueltoro (aunque viva cerca y si así fuera, sería chacal) embrutecido y vuelvo a la vida culta por la lectura del ABC y el saber sumar y restar -bendita civilización a tan pobre alma-.
Y asi, voy fumando. Haciéndome ceniza.

martes

Pasadas 72 horas...

Pasadas estas 72 horas recién el alma me vuelve al cuerpo. Desde la hora cero del terremoto, entre la oscuridad y el nerviosismo (interesante palabra es “nervio-sismo”); la angustia y el pavor general. Yo y 16 millones de personas rogábamos que esto sólo fuera una pesadilla y que pudieramos despertar de ella lo más pronto posible. Pero fue una realidad. Con el correr de las horas, nuestra larga y angosta fajita de tierra se volvió un amasijo de miedo, llamadas infructuosas para contactar a los seres queridos, edificios en el suelo, desaparecidos y muertos. Y el mar “que tranquilo” nos baña, rugió entrando en el continente volcando su furia sobre todo lo que halló a su paso.

En resumen: el caos.

El caos en el exterior y en el interior de cuerpos y almas. Y yo, a más de 300 kilómetros de casa, con la angustia de querer saber de mis seres queridos, tuve que soportar el embate de esta tierra movediza y sísmica teniendo que hacerme cargo de muchos extranjeros que jamás habían sentido la tierra moverse como papel y sonando como si se resquebrajara. Sentí que hice algo. Me sentí tan útil como quienes se han estado dedicando a la búsqueda, rescate y seguridad de las personas que han sufrido de este embate de la naturaleza. Sé que no es la gran cosa, pero me hace sentir bien.

Las horas corrieron, las noticias se hicieron cada vez más y más y de repente nos daríamos cuenta de que no sólo era una pesadilla, sino una realidad dolorosa. La muerte y la desesperación galopaban por el centro sur del país. Y el corazón de muchos se apretaba cada vez más. Y más los de aquellos de tenían sus casas y sus ánimos por el suelo. Muchos aún no se contactan con sus seres queridos. Muchos también están pasando por el dolor de haberlos perdido. Y yo, pasadas estas 72 horas, me quedo con el alma en paz: mi familia está viva, sana y salva.

miércoles

"Vayan a sus casas y acaricien a sus hijos..."

"Vayan a sus casas y acaricien a sus hijos..."

Salvador lo dijo cuando ganó: “Vayan a sus casas y acacicien a sus hijos…”. Ya no queda gente que hable así.

Se lo leí a Mellado leyendo el Clinic cuando viajaba el sábado a votar. Y hoy, ya después de tres días de la elección, no nos queda más que eso: irnos a casa. Pero no quedarnos sólo ahí a llorar la pérdida de la teta que se van a tomar ellos, los otros, los ricos, los que están a la derecha de Dios Padre Todopoderoso. Iremos a nuestras casas, les haremos cariño a nuestros hijos y lloraremos un momento por lo que hemos perdido y ganado en estos 20 años. Desahogados, liberados de la carga de la pena de la derrota, saldremos a la calle a exigir el espacio perdido; putear más fuerte por las cosas malas que se hagan; exponer nuestro descontento cuando no sintamos que nos oyen y se tomen decisiones que no estén en sintonía con la realidad.

Me duele, si. Pero ya vendré de vuelta de mi casa a exigir, gritar, putear y hacer algo para que le cueste 52 años de nuevo a la derecha volver.